miércoles, 24 de octubre de 2012

Condenado. Un cuento de terror


Hace unos años en El Portal de Spindragon publiqué el cuento de terror que aparece a continuación:


CONDENADO


Anselmo Cifuentes era un hombre completamente satisfecho. Desde pequeño había tenido un gran talento para los negocios y ahora, a la edad de 59 años sus múltiples inversiones, le rendían unos abultados beneficios. Ejemplar padre de familia, era uno de los hombres más respetables y respetados de la ciudad, participando asiduamente en las actividades sociales y religiosas de su entorno.

Padre de tres hijos ejemplares, educados y esforzados, era el prototipo de hombre de negocios de éxito. Su inmensa fortuna, conseguida de la nada, era un motivo de envidia para sus vecinos y un ejemplo para las generaciones futuras.

¿Se puede ganar dinero honradamente? Este fue el título de una conferencia que dio en el Liceo local. Sus conclusiones eran totalmente claras: se puede ganar dinero honradamente. Cuando acabó el acto, Anselmo se quedó pensativo. Claro que se puede ganar dinero honradamente, pensó. Pero él sabía que no lo había hecho. Había cometido varias trampas en su vida profesional. Pensó en ello. Podía haber seguido con la honradez, pero ¡qué demonios! ¡cuánto tiempo le hubiera costado obtener la fortuna de la que ahora disfrutaba! Reflexionó y pensó que quien esté libre de culpa que tire la primera piedra. Sonrió maliciosamente. Aunque hoy había mentido, había hecho bien. Hay que enseñar a los jóvenes el camino del bien, porque el del mal ya lo aprenderán solos.

Con todo el capital que poseía hacía ya varios años que había adquirido una hermosa finca de gran extensión, a donde se retiraba a descansar tras momentos de intenso trabajo. Era su particular descanso del guerrero. Su nombre era “La Barranca”. Una hermosa extensión llena de encinas y alcornoques para solaz descanso y desprendimiento del estrés. Casi cien hectáreas de monte mediterráneo. Un auténtico paraíso.

Pero Anselmo no había elegido esta finca tan sólo por sus características naturales. Entre todas las que estuvo viendo esta tenía un interés especial. Lo supo cuando habló con aquel paisano de pantalones raídos, rostro cuarteado y boina calada hasta las cejas.

- Así que está usted interesado en “La Barranca”. Yo que usted ni me lo planteaba. Esa finca está maldita y le voy a decir por qué. Porque se sabe en el pueblo que en esa finca hay una cueva en la que vive el diablo y que es una entrada al infierno.

Cuando Anselmo oyó esto tuvo que hacer un auténtico esfuerzo para no explotar a reír. Pensó que había ido a preguntar al tonto del pueblo. Dejó al hombre que continuara su relato.

- Desde tiempos inmemoriales en esa cueva parece que ser que existe un tesoro ...

Anselmo abrió los ojos desorbitadamente cuando escuchó la palabra tesoro.

- ¿Qué tesoro? –preguntó con ansiedad.

- ¿Qué se o? De los tiempos de los romanos o por esas épocas.

- Continúe –la curiosidad de Anselmo iba en aumento por momentos.

- Mucha gente de la que entró a por ese tesoro jamás salió de la cueva y mucho de ellos que pudieron salir contaron que allí había el tesoro más grande que podía verse, pero que jamás volverían porque era la puerta del mismísimo infierno.

Anselmo sonreía con satisfacción. Podía ser verdad que allí hubiera un enorme tesoro. Que le podían importar los cuentos y los miedos de unos atrasados pueblerinos.

El hombre pudo ver en los ojos de Anselmo una mirada de codicia.

- No lo compre –le aconsejó-. No merece la pena. No se vaya a pensar que le estoy diciendo alguna tontería. Tengo cerca de ochenta años y sé lo que digo porque lo he visto con mis propios ojos.



Cuando firmó la escritura de compraventa de la finca lo primero que hizo fue visitarla. Tras una vuelta por la misma acompañado de su capataz, localizó donde estaba la cueva.

Costo localizarla pues su abertura al exterior era pequeña y estaba cubierta por una matas.

Anselmo se acercó a ella y con la mano retiró los matorrales que tapaban la entraba. Era angosta y estrecha, pero parecía ensancharse a los pocos metros.

- Mañana venimos con dos quinqués, de esos de gasolina y entramos –dijo.

- ¿No será peligroso? –preguntó el capataz con algo de miedo en su voz.

- ¡Chorradas de paletos!

- Mire usted, que yo ni creo, ni dejo de creer.

Anselmo había visto el miedo en el rostro de su capataz. Se podía ir de la lengua y además, ¡qué narices! Estaba ansioso por ver lo que había dentro.

- Pensándolo mejor vamos a entrar ahora mismo. Vete al pueblo y compra dos quinqués de esos de alcohol o gasolina, mejor que las linternas, no sea que se acabe la pila.

El capataz se quedó pensativo.

- Vamos, ¡haz lo que te digo! –ordenó Anselmo.

El hombre se mostraba inseguro.

- ¿A qué esperas? ¡vamos, muévete! –Anselmo se mostró firme.

La perspectiva de perder su empleo hizo que el capataz al fin decidiera ir a buscar los quinqués, aunque sentía mucha angustia al pensar que iban a entrar en la cueva.

Volvió al cabo de tres cuartos de hora con los quinqués de la mano y un bote de gasolina. Los llenó del inflamable líquido y los encendió con un mechero.

Se introdujeron con dificultad en la estrecha abertura. Caminaron agachados en un trecho de unos diez metros, luego aparecía una gran cavidad de unos seis metros de altura, tapizadas de estalactitas y estalagmitas, blancas y secas, señal de que la caverna se estaba secando y geológicamente estaba muriendo.

Anselmo estaba desencantado. Sólo había una cueva y además poco atractiva.

Empezó a moverse por la sala. Estaba llena de grietas y recovecos que aparentemente no conducían a ninguna parte. Fue explorándolos uno a uno. Se detuvo en una gran grieta que recorría la pared de la sala. Era estrecha, pero permitía pasar a una persona de perfil. Introdujo el quinqué en ella. Parecía profunda.

Decidió introducirse. Le costó debido a lo angosto de la abertura. Su sorpresa fue enorme al comprobar que se abría a poca distancia en un largo y enorme pasillo.

Llamó al capataz. Este se introdujo por la abertura y ambos empezaron a recorrer el pasillo. La excitación de Anselmo fue en aumento al comprobar unos metros más adelante marcas de piqueta en el techo, señal de que parte del pasillo había sido excavado por la mano humana.

Unos metros adelante apareció una curva. Al doblarla, apareció una vieja puerta de madera. La excitación de Anselmo fue en aumento.

Parecía tener muchísimos años. La madera de color gris se hallaba agrietada y estaba remachada con clavos llenos de herrumbre que la habían ensuciado. La sequedad de la cueva la había conservado bastante bien. La puerta tenía una gran argolla muy oxidada. Anselmo la cogió con la mano y tiró hacia él. La puerta no se movió. Estaba atascada. Hizo fuerza pero no consiguió nada. Entonces decidió empujar pidiendo ayuda a su acompañante.

Finalmente la puerta cedió.

Apareció un pasillo de unos pocos metros. Le recorrieron. El corazón de Anselmo palpitaba fuertemente. Palpitaciones que aumentaron cuando comprobó lo que se encontraba al final del pasillo.

Era una gran sala de paredes de piedra llena de objetos de oro.

Los ojos de Anselmo brillaron al relucir el metal cuando acercaba el quinqué. Eran objetos muy antiguos. Parecían de estilo romano. Eran incensarios de pie, portaantorchas, candiles y un sinfín de objetos diseminados por la sala, algunos muy extraños.

- Esto tiene que ser de un valor incalculable –comentó el capataz.

Anselmo no le respondió. Continuó ensimismado observando detenidamente todos los objetos que parecían en la sala.

Al final de la misma parecía haber un pequeño altar. Fue hacia él, siguiendo sus pasos el capataz.

El altar tenía una pequeña ara, una inscripción en la pared y un rostro grabado en la piedra.

Anselmo se fijó en la inscripción. Estaba en letras capitales y en latín. Parecía ser romana. Pasó la mano entre las marcas de la piedra. Recorrió suavemente con los dedos todas las letras del epígrafe. Las luces y sombras ondulantes del quinqué parecían mover las letras. Él no sabía latín, ni descifrar las inscripciones, pero lo que sabía es que era un descubrimiento increíble y que lo que poseía la sala era de un valor incalculable.

Miró hacia el rostro grabado. Era un rostro sin forma, pero terrorífico, lleno de espinas, con los ojos enfurecidos e inyectados en sangre y una boca llena de varias filas de puntiagudos dientes.

- ¡¡¡¡ Es el diablo ¡!!!! –gritó el capataz con todas sus fuerzas.

- ¿Qué dices, estúpido? –Anselmo estaba iracundo porque estaba harto de escuchar tonterías.

El capataz no le respondió y salió corriendo presa del pánico.

Que imbécil. No tiene un par de narices como yo, si no sería un triunfador y nunca llegará donde he llegado yo, pensó Anselmo.

Se recreó en lo que la cueva contenía. No debía dar parte a las autoridades, pues posiblemente se lo expropiarían por una muchos millones, pero al fin y al cabo una miseria comparado con el valor que tenía.

Vendería los objetos de oro en el mercado negro y lo quedara lo anunciaría públicamente como un descubrimiento suyo.

Cuando estaba meditando sobre estas cosas pareció oír una voz. Se dio la vuelta. No había nadie en la sala. Posiblemente habría sido un ruido de ese maldito capataz. Era un idiota y lo primero que iba a hacer cuando saliera era despedirle. Él quería a su servicio hombres con pelotas y no pusilánimes que se creen cuentos de viejas.

Volvió a oír la voz. Pero esta vez le inquietó la idea de que la estancia fuera un templo de culto al diablo.

¿De dónde habría salido esa voz?

Le inquietó la posibilidad de que fuese verdad lo que decía el capataz. Pero reflexionó. Si así fuese, sería aún más increíble. Un culto al diablo ¡qué maravillosos descubrimiento!

Miró a su alrededor. Se acercó a un candil que se encontraba encima del ara. El oro permanecía con brillo a pesar de los siglos. El fuego se reflejaba en él y parecía deslumbrar aún más. ¿Cuánto valor tendrían estas piezas en el mercado negro? Ahora era inmensamente rico.

- ¡¡¡ Bien ¡!!! –gritó con toda la fuerza de sus pulmones. Ahora era posiblemente una de las personas más ricas del mundo. Vendería parte de lo descubierto, lo de más valor, y el resto lo donaría a la ciudad, siendo objeto de admiración para la ciudadanía. Pasaría a la Historia como el descubridor de este templo de adoración de seres ocultos jamás visto.

Sin duda alguna era un hombre de suerte.

Había llegado ya la hora de salir. Atravesó el umbral por donde había entrado. Miró hacia atrás con pena al abandonar tan valiosos objetos. Pero pensó que no importaba, volvería en unos minutos y se los llevaría todos a un lugar seguro.

Traspasó el umbral y caminó por el estrecho pasillo que conducía a la cripta. Al final vio la puerta por la que había entrado. Llegó a ella la abrió con dificultad debido al candil que portaba que portaba. Encontró la curva y la dobló.

Cuando pasó se quedó sorprendido. Había vuelto a la sala de donde venía. Se extrañó. Pensó que posiblemente se habría equivocado.

Se tranquilizó. No pasaba nada. Miró alrededor de la sala. No había posibilidad de pérdida. Sólo existía una salida.

La tomó. La puerta estaba abierta. Después estaba la curva. No había ninguna duda. Era el recorrido que había seguido al entrar. Además si ya había salido ese maldito capataz porque no lo iba a hacer él. Al doblar la curva apareció el pasillo. Todo era conforme a lo que había previsto. Menos mal. Siguió por el pasillo.

Volvió a la puerta. Estaba abierta. La traspasó y volvió otra vez a la sala.

Esto no tenía ni pies ni cabeza.

Se estaba empezando a poner nervioso. La única explicación lógica a todo esto es que había dado la vuelta, no existía otra.

Volvió a salir por la puerta. Dobló la curva. El pasillo. Lo siguió. La grieta por donde había entrado. Bien. Pero al franquear la grieta se dio de bruces con un pasillo que parecía distinto. Corrió tras él.

¡Apareció de nuevo la puerta sin aparecer la curva!

La traspasó y estaba otra vez en la sala.

No sabía lo que estaba pasando, pero algo no iba bien. Respiró hondo y procuró tranquilizarse.

Despacio miró en derredor de la sala. No había duda. Sólo existía una puerta de salida y no había más posibilidad.

Caminando lentamente fue hacia la puerta y la franqueó. Vio la curva del pasillo. Miró hacia atrás, retrocedió unos pocos pasos e introdujo el quinqué a través de la puerta. Era la sala que había abandonado. Iba por buen camino y no tenía pérdida.

Dobló la curva y siguió caminando, mirando también atrás de vez en cuando. Iba en la dirección correcta. Al final del pasillo estaba la grieta por la que había entrado. Antes de franquearla, miró hacia atrás. Estaba abandonando el pasillo. Todo era lógico.

Franqueó la grieta y respiró aliviado cuando vio que estaba en la gran cavidad por la que había entrado a la cueva. La salida ya estaba próxima.

Encontró la estrecha abertura por la que había entrado. Caminó a gatas por ella y luego traspasó la pequeña curva que hacía.

Pero no se veía la luz de la salida. Habría quizá anochecido.

Alzó el quinqué hacia arriba.

¡¡¡ Estaba de nuevo en la sala !!!

No sabía como había llegado, pero estaba empezando a volverse loco. Corriendo fue de nuevo hacia la puerta, la traspasó, corrió por el pasillo y volvió a entrar de nuevo en la sala.

El corazón le palpitaba frenéticamente y la cabeza parecía estallar. Volvió a franquear la puerta y volvió a entrar en la sala.

Empezó a gritar histéricamente y los ojos se le nublaron. Como un loco poseído volvió a franquear la puerta, pero tropezó y cayó con el quinqué. El líquido inflamable empezó a arder prendiéndosele la ropa.

Empezó a sentir un intenso dolor e intentó apagarse las llamas, pero fue imposible. Estuvo de esta manera unos momentos que parecían una eternidad. Cuanto más se agitaba intentando apagar las llamas, estas más se avivaban. Finalmente, abandonó el esfuerzo porque no podía más.

Llegó el silencio y cesó el dolor.

Ya muerto, se le apareció en la mente la imagen de una anciana pidiendo en medio de la calle. Estaba sucia, sentada en unos cartones. Llegó la noche. Era enero y tiritaba de frío. Encaminó sus pasos hacia el albergue, pero no llegó. Había muerto. Se hallaba tendida en la calle, en medio de un corro de gente, mientras llegaba la policía abriéndose paso.        

Sí, Anselmo, fuiste tú el culpable. Desahuciaste, entre otras personas, a esa pobre anciana que no tenía medios. Eres el culpable de su muerte.

Anselmo pensó en ello. No tenía porque sentirse culpable. Al fin y al cabo, los negocios y las leyes son así.

Efectivamente, los negocios y las leyes son así, pero muchas veces está en la mano de las personas que los negocios sean más humanos y las leyes más justas. Además, Anselmo, cuando la ley te favorecía, rápido la aplicabas, pero cuando no era así, vociferabas y te enfurecías.

Se le  apareció también un muchacho sudoroso, palpando con los dedos su brazo izquierdo, que estaba lleno de pequeñas cicatrices puntiagudas. Se acercó una jeringuilla llena de un líquido blanquecino turbio. Se la clavó en el cuello y empezó a convulsionarse. Al poco tiempo apareció la imagen de un funeral. Una madre lloraba agarrada a un féretro gritando que su hijo aún era muy joven para morir y maldiciendo a todos los traficantes de drogas.

Sí, Anselmo, traficaste con droga. Ingresaste mucho dinero con esos alijos de heroína. Fueron una enorme cantidad de millones que no costó blanquearlos mucho gracias a otros sinvergüenzas como tú.

Anselmo pensó en la imagen. No se sentía culpable de todo lo que había podido causar. Al fin y al cabo nadie les obligó a drogarse. Lo hicieron porque eran unos viciosos.

Las razones que llevan a una persona a drogarse con muy complejas, pero una cosa es cierta: si tú, Anselmo, no se lo hubieras facilitado, posiblemente muchas personas jamás hubieran conocido el infierno de la droga.

Luego se le vino a la mente la imagen de varios niños mutilados, con rasgos africanos y asiáticos. Sin brazos, sin piernas, sin futuro, en un país sin recursos. Apareció también un hombre sin piernas, sin poder mantener a su familia. Un niño asiático sonreía cogiendo un juguete que parecía una mariposa. De repente estalló, dejando al niño sin manos y con la cara destrozada.

¿Cómo pudiste hacerlo, Anselmo? ¿cómo pudiste invertir en esas fábricas de minas antipersonales? ¿no te remuerde la conciencia?

Anselmo pensó que no hay que tener escrúpulos en invertir en armas. Los países tienen derecho a defenderse.

Es cierto que los países tienen derecho a defenderse. Pero es muy distinto una intervención armada para defender a la población o imponer el orden y otra muy distinta aterrorizar y destruir la vida de seres humanos inocentes y de niños.

Anselmo, tu paso por la Tierra ha causado mucho mal, has contribuido a que este mundo sea peor. Y ni siquiera te has arrepentido.

Si no lo sabes, estás muerto. Y estás condenado.

La cueva donde has entrado pertenece al diablo. La construyeron sus seguidores, ya en los lejanos tiempos del Imperio Romano. ¿Qué dices? ¿Qué el demonio es un invento del Cristianismo?. El maligno ha existido siempre, con distintas formas y distintos nombres en todas las culturas: Satanás, Arimán, Lucifer, Belcebú, Loki, Ravana, ¿qué mas da? El mal no conoce fronteras, ni culturas, ni Historia. El mal es el mal, se llame como se llame y el diablo siempre ha estado presente en todas sus manifestaciones.



Anselmo vio como una nube se acercaba a él. Era un rostro más terrible y repugnante de lo que la imaginación pudiera construir. Sintió unos terribles temblores y convulsiones.

Luego desapareció.

El silencio. La oscuridad.

No veía nada, pero supo que seguía en la sala. No hacía falta ser muy listo para saber que estaba en el Infierno. Pero la realidad era mucho peor de lo que hubiera podido imaginar. Ni terribles sufrimientos, ni dolor, nada, simplemente nada, sólo consciencia. Estar en esa sala de la que quería salir y que ahora sabía que jamás ya saldría de ahí.

Gritó, lloró, pero no obtuvo respuesta.

Nada.

Imploró a la misericordia divina. Pensó que Dios es misericordioso y puede ser que algún día se acordara de él. ¿Dentro de cuanto? Quizá un millón de años, porque ¿qué es un millón de años para Dios? Como para los humanos unos minutos.

O puede que fuera más tiempo.

Lo que es cierto, Anselmo, es que no parece una perspectiva interesante.



 Al día siguiente, los titulares de los periódicos recogían el suceso.

MUERE EN LA CUEVA DE LA BARRANCA EL CONOCIDO INDUSTRIAL ANSELMO CIFUENTES

MURIO CALCINADO AL PRENDERSE SUS ROPAS CON EL QUINQUÉ QUE LLEVABA

Según declaraciones de M.R.J., capataz de la finca, que fue el que dio aviso de su desaparición, él descendió a la gruta con el conocido empresario, llevando ambos candiles con combustible de gasolina. Este hombre también afirmó que encontraron una estancia en la que según sus palabras “lo que había allí era algo terrorífico”. Fue él el que avisó a los servicios de la Guardia Civil, que al descender a la caverna y no encontrar nada se pusieron en contacto con el grupo espeleológico “Gómez de Cesáreo”, que fueron los que hallaron el cuerpo calcinado de Anselmo Cifuentes en un pasillo al que se accedía por una estrecha grieta.

Todas las hipótesis apuntan a que pudo tropezar con el quinqué, derramándose el líquido inflamable y ocurriendo de esta manera el trágico suceso.

Este grupo espeleológico exploró la gruta a fondo, no encontrándose nada de la misteriosa estancia, de lo que los habitantes de la zona afirman que existe, coincidiendo con lo mencionado con M.R.J., y añadiendo que “ese es un lugar del demonio”.

Uno de los integrantes del grupo espeleológico comentó a este diario que dicha estancia no existe y que no existe ninguna posibilidad que exista. Respecto a lo que dicen los vecinos del lugar, afirma que “puede ser posible que existe ciertas emanaciones gaseosas que provoquen alucinaciones, porque otra explicación no tiene”.


No hay comentarios: